viernes, 8 de julio de 2011

En el metro... Crónica

Llegué corriendo a la estación, luego de haber esquivado como 6 adoquines que estaban flojos en el bulevar y que de haberlos pisado mi pantalón habría quedado como un dálmata. El reloj de La Previsora marcaba las 5:45 pm, se escuchaba los gritos de los buhoneros característicos de cualquier entrada de metro: “Compren paraguas que se van a mojar”, “Llamadas” y el infaltable “café, café, cigarros y bolibomba”.

Al entrar a la estación lo primero que sentí fue el sofocón característico del metro, por los parlantes escuchaba: “Se le informa a los señores usuarios que por motivos de arrollamiento, en la estación Colegio de Ingenieros, el servicio de trenes presenta un leve retraso”.

- ¡Qué raro!- dijo un señor que estaba justo detrás de mí en la cola para comprar el boleto

- Verdad que sí- respondí yo, acompañando la frase con un suspiro.

Al pasar los torniquetes vi la parte de abajo de la estación, las personas ya no entraban, parecían hormigas en torno a un caramelo –en este caso, cerca de los rieles – intentando llegar los más cerca posible para ser parte del festín. Lo primero que pasó por mi mente fue la posibilidad de regresar a la calle, pero el sólo hecho de pensar en la lluvia y la las colas que se habían formado, preferí lanzarme a la aventura.

Llegué a la cola. A pesar de las señalizaciones y las marcas en el piso, que indicaban por donde formase para abordar los trenes, la gente había hecho una cola completamente desordenada, y que crecía minuto a minuto, hasta llegar a la pared del fondo. El calor reinaba, había un niño que lloraba desconsolado, mientras su mamá lo tenía en sus brazos y trataba de calmarlo con movimientos rítmicos.

- Es que la gente es bien especial, escogen las horas picos para suicidarse.- dijo un joven en voz alta.

Un momento después por los altavoces se escuchó: “Operador González prevenido, actividad M, proveniente de la estación Chacaito, material rodante número tres”.

Luego de esto llegó un tren vacio, apenas la multitud se percató, todo el mundo comenzó a empujar hacia delante.

- ¡No empujen!- se escuchó desde el principio de lo que en alguno momento fue una cola, una voz alterada.

Cuando vi el vagón vacio, por algún momento pensé que todos entraríamos y que por lo menos quedaríamos donde se respetará el espacio personal, pero no fue así. Fue una estampida que entró por esas puertas, se escucharon gritos y el sonido de muchos pies corriendo hacia el mismo lugar.

Luego de entrar como pude, quedé en la mitad del camino entre las dos puertas, sin un mínimo apoyo, y apretada como sardina, rodeada de gente. Olores típicos de la tarde en metro iban y venían, pero el más predominante, es el clásico “remojado”. Sentí un paquete justo en la parte trasera de mi cuerpo, intenté voltear pero sólo logré ver la cara de un señor que me dijo:

- Tú sabes como es todo, ¡no tengo la culpa!

Al llegar a mi destino, luego de haber sido sacada prácticamente a golpes del vagón, y resguardando mi cartera de los amigos de lo ajeno, volví a respirar con normalidad. Montada en las escaleras mecánicas, pude ver un sol radiante, cuando llegué a la superficie me di cuenta que en esta parte de la ciudad no había caído ni una gota y que en las calles había simplemente la cola habitual. En ese instante recordé que estaba en Caracas, donde todo es posible.

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