Ella lo conocía por fotos, por relatos, por la televisión y los libros de historia.
¿Cómo no conocerlo? Era el mayor visionario de la historia. Su papá le hablada cada vez que podía sobre él y le recomendaba documentarse y no conformarse con la información del sistema.
Para Julia era el más bello y atractivo. Con un aire rebelde y descuidado que lo hacía tan sexy y a la vez tan puro. Ese cabello la volvía loca. Sin orden caía por su cara y se encontraba sin domador con sus ojos. Negros como el azabache y con la profundidad de un abismo. Su mirada era un misterio, a veces con un toque de tristeza y de desasosiego pero otras con la fuerza de buscar un cambio social. No muy fuerte de contextura y muy débil de salud por sus ataques de asma, por lo duro de sus andanzas y las bajas condiciones de subsistencia. Pero el lo había escogido así.
Era argentino de nacimiento pero su corazón lo convertía en un ciudadano de toda América Latina, buscando el cambio, o como algunos denominaban su pensamiento, buscando una revolución.
Prefirió dejar su casa llena de comodidades, la medicina como su profesión y a su familia para recorrer caminos latinoamericanos, a veces a pie y otras en motocicleta, ayudando gente y tratando de cambiar el mundo hacia la gran izquierda -Pequeña tarea-.
Con acento de no se dónde, con presencia de no se qué, con olor a tabaco, con los manos maltratadas por los manubrios de la moto y el frío de los andes. Con Alberto Granados a su lado como su gran amigo y compañero. Así lo amaba Julia tal y como era, no le importaba su fama de mujeriego y su mal humor. No le importaba que hubiese muerto unas décadas antes de su nacimiento, que su causa hubiese sido tan tergiversada y que su amor fuera obviamente imposible.
Para Julia seguía siendo el mejor de lo hombres. Bello, inteligente, idealista y al que alguna vez el mundo dijo: “Hasta siempre Comandante”.
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Hasta siempre comandante
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